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LUMINOSIDAD OSCILANTE

Actualizado: 12 dic 2020

Por: Mar Carmena // Ig: @marscarmena

“Chaos reigns”, y derivado de ese monstruoso imperio, se yergue una seducción inapelable. Quizás sean parte de lo mismo, ya que tal y como afirmaba Eugenio Trías en Lo bello y lo siniestro, “la belleza es un velo (ordenado) a través del cual debe presentirse el caos” (Trías 1988 p.54). Lo atractivo de todo aquello que resulta inconcebible, incomprensible, que se muestra cuestionable y misterioso. Esa atracción formada a través de imágenes que impactan, que se incrustan en el cerebro de puntillas, pero con un resultado que no se altera con el tiempo, que siempre causa el mismo efecto, manteniéndose inmutable. Algo así es lo que ocurre con películas como Anticristo (Antichrist, Lars Von Trier 2009), El Faro (The Lighthouse, Robert Eggers, 2019) o Midsommar (Ari Aster, 2019). Son lo contrario a la belleza que se vertebra a través de la ternura, de lo proporcionado, equilibrado. Sin embargo, se construyen a través de cadenas de imágenes hipnóticas que parecen embriagar y hacer caer en la belleza de lo desconocido y peligroso. La cara sombría que se muestra solo parcialmente, para que siga manteniendo tal aura catártica y enigmática. A lo que se refería Schelling con lo “siniestro”, aquello que debería haber permanecido oculto y que ha salido a la luz (Eco 2007, p. 321).


Poesía enraizada en el caos


Resultan casi innumerables las manifestaciones artísticas en las que es posible observar esta especie de veneración de lo grotesco, como las conocidas pinturas negras de Goya, u otros cuadros que representan escenas febriles e incluso, infernales, como La tentación de San Antonio (Salvator Rosa, 1645- 1649), La Pesadilla (Johann Heinrich Füssli, 1781), Dante y Virgilio en el infierno (W-Adolphe Bouguereau ,1850) o El Aquelarre (Francisco de Goya, 1798). A esta última, cabe prestarle especial atención dada su vinculación con la temática de la película: el poder de las brujas.


La escena de los grotescos escorzos de los protagonistas, que hacen el amor sobre el suelo en que descansa un cúmulo de poderosas antecesoras, resulta inevitablemente atractiva. Esta seducción no es fruto del morbo, sino una cuidada estética que muestra una que mancilla el concepto de la inocencia en todos los sentidos. A pesar de lo excesivo y terrorífico de la figura, se halla en ella un placer visual producido por la inteligente composición, que se ramifica como el árbol sobre el que se tumban, y que crea una sensación onírica que a la vez se relaciona con lo más primitivo: el contacto del ser humano con la naturaleza y lo instintivo, como si el árbol y todas esas personas vivas y muertas fueran parte de él.


Esta atracción se va edificando a través de una cadena de destellos que llevan a ese clímax final, poderoso y exuberante, como parecen ser todas esas bellotas que se acumulan en la ventana tras precipitarse con violencia sobre el tejado durante la noche, la figura femenina absorbida por una hierba que la atrae hacia su origen y voluntad más dolorosa o ese zorro feroz, cuya voz advierte el destino apocalíptico que tendrá lugar. Dichas imágenes permiten replantear los límites de la realidad, haciendo levantar los pies del suelo y dejándose atraer sin ejercer resistencia a esa atmósfera siniestra y fantástica.


Anticristo podría representar, en este aspecto, la poética del dolor. Pero también la belleza del fuerte contacto con la naturaleza, quizás simbolizada a través de la protagonista, y fácilmente identificable en escenas como en las que se masturba desnuda sola en el bosque, de noche, y que remite a otras películas del director, como Melancholia (2011). Para bien o para mal, traslada a los aspectos más primitivos e inconscientes del ser, los que permiten llegar a cometer actos que nunca tendrían cabida si estuvieran movidos por la razón.


Se consigue crear, paulatinamente, una atmósfera cargada de instinto y tensión, que embadurnado de pintura negra, remite a la eterna relación de las brujas con los rituales protagonizados por los sacrificios sexuales. Toda la película parece un aquelarre catártico causado por el insoportable dolor de la pérdida y la culpa. Realizada con la ralentización que caracteriza al director, a través de imágenes simbólicas que van y vienen como la isla Tortuga, que desaparecen pero se mantienen al mismo tiempo, y que se muestran en su totalidad solo en momentos apoteósicos, casi como una epifanía.


La belleza de las paredes humedecidas


El mar supone, probablemente, una de las fuentes literarias que mayor número de misterios integra. Todo tipo de monstruos, maldiciones y relatos terroríficos puede emerger a la superficie, y esto se basa precisamente en la ansiedad que genera nadar encima de un espacio cuyo fondo no se ve. Una masa indómita y poderosa que rodea la Tierra y constituye bajo sus olas un quimérico núcleo de imaginación para los seres humanos.


En El Faro, se plantea una narración ubicada en un espacio inhóspito, húmedo, frío y salvaje. La crudeza de las manos de los fareros, y la fragilidad de la mente en una situación de soledad profunda, ajenos a todo lo que no es ese peñón, que parece tener agencia y voluntad, fuera del control humano, y que casi desintegra la noción del tiempo. Esta cuestión de la intervención que ejercen los espacios sobre la vida de las personas, es un recurso que ya ha sido muy utilizado a lo largo de la historia literaria y cinematográfica, desde Alicia en el país de las maravillas (Lewis Carrol, 1865), hasta Los Amantes del Círculo Polar (Julio Medem, 1998), planteándose todo tipo de narraciones y temáticas derivadas del poder de ubicaciones con capacidad de acción.


Se muestra a través de lo siniestro y quimérico del entorno, la belleza de un laberinto en forma de escaleras de caracol, en el que reina un decadente blanco y negro, que enmarca la quebrada mente de los trabajadores. Las luces tenues, la crudeza de la imagen, y figuras misteriosas y terroríficas como la de la sirena, cuya cola es un genital femenino gigante, hacen de esta película una especie de cuento para no dormir, con un constante olor a sal que traslada a lo más profundo del Atlántico, y que plantea un marco mitológico y clásico que, si bien siempre fue desproporcionado y salvaje, estuvo también inmerso en un aura de atractivo, constituida precisamente por lo fabuloso de la misma.


El Faro recuerda a la belleza de las casas decrépitas, pintorescas, humedecidas al pie del río que se las traga, que las confunde, que las hace decadentes, pero eternas. Como un faro destinado a ser un bloque de nostalgia que emerge sobre el mar.


El ocaso de las flores



Una técnica casi infalible que provoca sensación de atracción e impacto es el contraste. Mostrar, en este caso, rituales de adoración y recuerdo a los ancestros en forma de rituales impregnados de sadismo y mortalidad, impactan precisamente por estar insertos en ese contexto aparentemente candoroso y armónico de las flores, elementos culturalmente separados del dolor y el sufrimiento. Ari Aster ya había utilizado la temática de los sacrificios en Hereditary (2018), pero la impresión que genera en dicho filme, está más encauzado a través de la narración que de las imágenes, siendo en este caso al revés.


Además, está cargada de simbología que, en parte, está asumida casi inconscientemente gracias a la cultura de la que el espectador ha mamado, influenciada por el peso de la religión y las tradiciones orales y literarias. Esto parece provocar el efecto de que lo que se ve ya se conoce, a pesar de verlo por presenciarlo por primera vez.


Lo poético no tiene por qué ser mesurado ni proporcionado –siempre que sea, por supuesto, dentro de la ficción-, y de hecho, la creación artística siempre ha estado, en parte, ligada a lo siniestro, como se mencionaba al inicio con respecto a las pinturas negras de Goya. Así, se resalta en estas tres películas, lo atractivo de lo terrorífico, desconocido y fantástico, ubicado en espacios inhóspitos, relacionados con la soledad, la introspección y el entorno natural y desligados de las ataduras de la realidad. En ellas, esta atmósfera quimérica se construye a través de imágenes simbólicas que funcionan como pequeños aperitivos que derivan en un plato final, catártico y esplendoroso, que hace que acontezca lo siniestro: es decir, que poco a poco, se vayan brindando aspectos de algo escondido que finalmente sale a la luz.


La noche siempre fue bella precisamente por ese matiz de incertidumbre, de misterio, y de atracción que lleva a buscar los astros, y a dejar caer al ser humano en la vulnerabilidad que, a la vez, está cubierta de la seducción de lo desconocido y oculto.


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